Su abuelo. Mi padre

Mi abuelo materno se llamaba Juan. A mi abuela, Benita, no la conocí.

Mi abuelo paterno creció llamándose Dámaso y resultó que su nombre era otro: Constancio. Y con mi abuela Teresa, nunca tuve feeling. 

Me acuerdo de ellos dos. De Juan y sus ojos de un verde que se perdía en el azul. De sus manos huesudas y de la propina de los domingos. De su sillón de anea, del bastón y de la cara de pillo que ponía cuando mi madre le decía: 'Padre, no coma caquis en la cama, que dejan mancha negra'.

Al abuelo con los dos nombres, al que yo siempre llamé por el segundo, le recuerdo paseando por el parque grande de Zaragoza. Con gabardina y sordera. Y yo le gritaba: 'Abuelo'.

Juan murió en un hospital de Madrid y a Constancio ojalá nunca le hubiese visto por última vez. En esa cama, consumido. Ojalá me hubiese quedado con su imagen: fuerte, esbelto. Constancio es como mi padre, o mi padre es como él, mejor dicho.

Y tengo la certeza de que Claudia, Diego y Álvaro van a tener maravillosos recuerdos de él. Siempre. 

Claudia porque le ha enseñado a tirarse de cabeza a la piscina. Menos mal que ya sabía nadar y no sufrió, como yo, aprender a prueba de ser lanzada, una y otra vez, en los tres metros. Y, claro, salir como buenamente podía.  

Diego porque han paseado cada uno en su bici mientras el pequeño gritaba a todo el pueblo: 'Mi abuelo sabe ir en bici'. 

Y Álvaro porque no acaban de llevarse bien. 

El otro día, Claudia manifestó su admiración en una sola frase: 'El abuelo sabe hasta construir casas de madera'. Y ese 'hasta' me emocionó. 

Tener recuerdos es algo que deberíamos desear y, claro, provocar. 

Mi padre ahora es abuelo. Tiene 70 años, aunque no lo parezca. Mi padre siempre me ha cuidado, protegido y calmado. Pero ahora ya toca el relevo generacional. Un paso que nosotros, creo, dimos en noviembre cuando caminamos juntos desde Pamplona y hasta Villafranca Montes de Oca. 

Entonces, se cambiaron los papeles. Y yo era quien cuidaba. 

No quiero olvidar nunca todo el amor que él y mi madre me han dado, sin esperar nada a cambio.

También voy a procurar recordar aquella carta de una madre a una hija en la que le pedía, con argumentos, que, por favor, no le mandara callar, no le quitara la razón ni le tratara como si fuera tonta.

Yo también lo hago, sin darme cuenta de que él y ella, mis padres, siempre serán mayores y más sabios que yo. Aunque el relevo ya lo hayamos aceptado. 


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